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(Pintura de Ernst L. Kirchner)
¿Habéis acudido alguna vez a una Fiesta sin Tiempo? Recuerdo una en la que yo estuve. En el recinto donde se celebró unos fumábamos con amena pose sonriendo solamente con los labios, sin que en ningún rostro apareciese el gesto revelador de lo sincero de una risa, ése que acaba formando las llamadas patas de gallo (aunque ahora que lo pienso quizá alguien se saltara las normas y se rió sinceramente sólo que el botox o alguna similar sustancia impidió la aparición de esas delatoras líneas); otros cantaban siguiendo hipnotizados las fosforescentes letras amarillas de un karaoke; había quienes apenas se movían salvo para levantar su vaso y volverlo a dejar, después de dar un trago, sobre la marmólea barra negra...
A pesar de que todos estábamos ausentes creo que si un mero observador contemplara la imagen desde fuera (por ejemplo en facebook), no podría en modo alguno imaginarse que la invitación a aquella siniestra fiesta sólo tuviese por destinatarios a personas que cumpliesen con unos requisitos que, tratándose como se trataba de una fiesta, eran de lo más sorprendentes.
A los invitados se nos exigía la ausencia de memoria -para justificar esta exigencia se decía que era con el fin de evitar la aparición de la tristeza-, y que no se atendiera a nada realmente ni se crearan expectativas respecto a ninguna de las personas allí reunidas ni de los asuntos tratados -respecto a estas dos últimas exigencias se explicaba que de este modo no nos forjáriamos falsas ilusiones que en un futuro nos harían recordar el evento con tristeza; con esa tristeza que, a toda costa, se quería evitar). La invitación era muy clara respecto a estos requisitos y también respecto a una serie de reglas que en ella se detallaban. Así, llegó el momento en que, según se nos indicaba, todos debíamos cambiar de rol asumiendo el de la persona más cercana y ello al toque de cierta melodía de la que, tal como estaba previsto, fuimos informados antes de entrar al local.
He de reconocer que todo estaba muy bien organizado; todos llevábamos la indumentaria adecuada; la música -hasta que comenzara el karaoke- estuvo muy acertada. La decoración era exquisita. Los aseos estaban repletos de plantas y tenían inmensos espejos. Allí olía a hierba y corría el aire, de hecho era el único lugar donde las ventanas estaban abiertas. Recuerdo que en ellos estaba prohibido quedarse más de cinco minutos. Los camareros eran verdaderos profesionales. En definitiva, todo era impecable.
Yo me habiá encendido un cigarrillo y me acababa de pedir una copa de ruso blanco, por mi afición al cine (el ruso blanco aparece en el Gran Lebowski, y en Catwoman, pero yo, a diferencia de la protagonista de esta última película, no lo pedí sin vodka, hielo ni Kahlúa, porque de ello resulta un simple vaso de leche). Seguramente supongo que también elegiría esta bebida por poner a prueba al servicio o, más que al servicio, a la tan prometedora fiesta. Después regresé a mi mesa y, de repente, comenzó a sonar la melodía clave. Afortunadamente yo no quise dejar de fumar ni de saborear los primeros sorbos de mi exótica bebida para ponerme a cantar, así que cuando el joven más cercano a mí me pasó el micrófono dispuesto a intoxicarse con nicotina y vodka, yo negué con la cabeza.
Fue dirigiéndome a la salida cuando dejando de cumplir con uno de los requisitos de la invitación me percaté de mi tristeza: había empezado a añorar otros lugares, otras gentes...
El segundo de los requisitos dejé de cumplirlo al salir de allí cuando, tras despedirme de un hindú de sonrientes ojos verdes e indescifrable edad que hacía de portero, un fuerte frío me obligaba a volver la cara y sujetarme el pelo mientras caminaba por una calle en la que su única farola debía haberse estropeado como confabulada con la Noche antojándoseme encantada pues me obligo, buscando otras luces, a mirar arriba y encontrarme con una inmensa luna llena con fragancia a melocotón y con un único astro como acompañante, que según me han contado debía ser Venus. Fue entonces, ante semejante espectáculo, cuando sentí que dejaba de cumplir con otro de los requisitos, pues me senté a mirarlas y estuve así desde no se qué hora hasta que se hizo de día. Y sentí, por primera vez en mucho tiempo, que realmente era un nuevo día, un día único y me alegré de veras porque hacía tan solo unas horas cumplía todos los requisitos para que me invitaran a aquella fiesta ¡y ahora no cumplía ninguno!. Me sentía ágil, liviana, rejuvenecida... (inocente).
Me prometí, ese día, que no acudiría nunca más a una de esas Fiestas sin Tiempo (aunque uno nunca sabe lo que puede encontrarse en el buzón).
V.H.Gª.Brea
6 comentarios:
Excelente, MERCURIO. Creo que he estado invitada a Fiestas Sin Tiempo, para desgracia mía... aunque siempre acabo perdiendo el guión, como tú.
Eres única.
Hola Rosemary:
¡Qué alegría verte por aquí!: muchas gracias por pasarte. Tu blog está genial. Un abrazo muy fuerte y feliz regreso de las vacaciones.
Yo recuerdo tiempos sin fiesta, ni verbena.
Al final... ¿de qué se suponía que tenías que aceptar el rol?
Buen relato.
Un beso.
jaja se nota que escribo más poesía, veo que uno se pierde en mi pretendida prosa con facilidad. Es una historia de desalmados; me inspiré en una frase de alguien que me facilito un amigo (..pero su identidad es un secreto, Gato..).
Me ha hecho reflexionar enormemente acreca de los pesos que recaen sobre nosotros, de los pesadas cargas que vamos asumiendo por el simple hecho de seguir existiendo, de que avance el tiempo y nos desgaste y entristrezca. Agarremos el instante y detengamos el tiempo, no...besos, sigue con la magia de tus palabras.
¡Hola Pablo!: MUCHAS GRACIAS por pasarte por aquí y por hacerme un comentario tan generoso. Qué bien que te gustara. Un abrazo...
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