Incluso me atrevería a afirmar que ella nunca llegó a alcanzar tal grado de abatimiento, ni estuvo jamás tan ensimismada como ese día. Ni siquiera cuando, siendo tan solo una niña, llegó a aquella inhabitada isla, después de que una gran tormenta en el mar truncara para siempre su destino, cuando las negras aguas devoraron, sin dejar rastro alguno, el barco en el que ella y sus padres viajaban. No hubo más sobrevivientes. No pudo haberlos: desde todos los puntos de la pequeña isla no se divisaban más que infinitos horizontes de calmosas aguas; visiones de un mar que, por no volver a agitarse desde entonces, hacía parecer increíble el trágico naufragio.
Pero aquella niña pronto aprendió a amar la isla que la acogió. Manjares nacían de sus árboles. Exóticos y pacíficos animales brindaban su caprichosa compañía. Las más maravillosas especies de plantas, siempre floridas, cubrían la tierra. Y fue en ese lugar, de indescriptible belleza, donde sin la compañía de ningún otro ser humano, transcurrió la mayor parte de la vida de Zera. Sin embargo, sabemos que, tan misteriosamente como después desapareció, nuestra civilización había llegado a la isla. De ello daba testimonio un castillo, cimentado en la única herida del paisaje. En su torre había una inmensa biblioteca, cuyo libro más moderno databa de febrero de 1915. Y allí, en la torre, junto a la biblioteca, en la estancia que Zera hizo suya es donde la hallamos.
V.H.Gª. Brea.
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